"A qué jugamos?"
(Hacia una pedagogía artística infantil liberadora)
Tercera Parte
Tercera Parte
“Las personas grandes me
aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de
serpientes boas abiertas o
cerradas y que me interesara un poco más en la
geografía, la historia, el
cálculo y la gramática. Así fue como, a
la edad de seis años,
abandoné una magnífica carrera de pintor…”
A. de Saint –Exupéry, El principito, 1951.
En la última sesión
del taller interdisciplinario con los niños y niñas de la Escuela de Iniciación
Artística de Acapulco nos propusimos elaborar un mapa de la ciudad y como es obvio,
ya que eran un poco más de 20 niños, lograr que se integraran y trabajaran en
equipo no fue una tarea fácil. Propusimos
para ello una estrategia por medio del juego creativo y consistía en trabajar
por grupos de 5 jugadores quienes, previo acuerdo, ponían un nombre al grupo,
preferiblemente el nombre de alguna colonia o barrio de la ciudad y elegían a un jugador-guía quien era el
encargado de reunirse con los demás jugadores-guías de los otros grupos y
llegar a acuerdos sobre las maneras, colores, formas, líneas, geografía,
lugares y todo lo necesario para lograr el mapa deseado. A cada grupo además,
se le asignó un color específico con el cual iban a trabajar, esto con el
fin de que los grupos pudieran interrelacionarse
entre sí, ya que si un grupo de jugadores necesitaba usar un color específico,
rojo, verde o amarillo, los otros jugadores del grupo, que tenían asignado ese
color, elegían a uno de sus miembros como el jugador-color, quién debía ir al
espacio del grupo solicitante y apoyarlos con dicha pintura. De esa manera
podían desplazarse por todo el espacio y comunicarse con los demás miembros del
colectivo. Así que cada grupo tenía un nombre, un jugador-guía, y un color
asignado. Las reglas del juego fueron sencillas, plurales y abiertas: a cada grupo
le correspondía un espacio dentro del mapa que estaba previamente distribuido y
debíamos ayudarnos entre todos pero, al mismo tiempo, teníamos que respetar el
espacio de cada grupo sobre el plano que estábamos trabajando. Una vez
establecido esto, empezamos el juego de diseñar y construir el territorio
propio.
En esta experiencia
pudimos observar el elemento vinculante del juego como estrategia para la
enseñanza de los procesos creativos en los niños pues el juego además de tener
su propia autonomía (pues las reglas no provienen de un enlace externo, ya que
fuimos nosotros mismos quienes las establecimos) también posee un modo de ser
intersubjetivo. En este juego teníamos consciencia del contacto colectivo,
sabíamos que estábamos participando en un hacer comunitario, sentíamos la
posibilidad de “estar con los otros”,
pero sobretodo, “ser para otros” y esta manera de relacionarnos se percibía con una intensidad especial.
Todo juego es un
jugar con alguien: es necesario establecer un vínculo comunicacional para que
el juego se dé, de otra forma sería imposible jugar. No existe el juego
solitario. En el caso de los juegos virtuales esto es muy común, pues se
participa de un juego aparentemente solitario: yo estoy solo frente a la
pantalla de mi computador pero al mismo tiempo tengo consciencia de que las
reglas que establece ese determinado juego las tengo que compartir con dicho instrumento
o tecnología, que hace las veces de “alguien” imaginario y receptor que
posibilita la dinámica del juego. Esto
pone en evidencia el principio de alteridad que está siempre presente en el
juego y por ello éste llega a representar, muchas veces, un enfrentamiento
entre diferencias que, en este caso del juego del mapa de la ciudad, quisimos
que se tradujeran en puntos de encuentro
y lugares comunes para lograr ese espacio lúdico que quisimos construir y a la
vez pudiéramos organizarnos en dicho espacio y que ésta organización no
limitara nuestra imaginación, ni la libertad que conlleva el saber que todos
estábamos aceptando las reglas del juego para llegar a un fin común.
Cuando los niños se
entregan al juego creativo, cuando se abandonan a él y lo asumen con la
seriedad que ello implica y creen en él, ocurre ese modo de ser significativo
del juego: se independiza de la subjetividad. Aunque los niños siguen siendo
individuos, su comportamiento dentro del espacio del juego no es como el de un
sujeto que está frente a un objeto que quiere conocer, aprender o representar,
sino que al estar sumergidos dentro de la actividad misma del juego, en esa
especie de “arrebato lúdico” que el mismo juego provee, dejan de ser sujetos y
es la misma actividad la que se hace “dueña” de los jugadores; ya no es
importante el individuo, sino el goce pleno de jugar. Los jugadores no son los
que determinan la esencia del juego sino que es el mismo juego el que se
convierte en el catalizador del goce y la plenitud del ser: es el juego el que
se juega y los jugadores solo funcionan como condición de posibilidad para que
el juego acceda a su realización, son los que le imprimen acción al acto de
jugar pero, una vez iniciada la acción y el movimiento, es el sujeto quien
termina siendo jugado por el juego. De allí que el juego pueda ser explicado e
incluso definido independientemente del comportamiento o estado de ánimo de
los jugadores ya que en el juego estamos
en presencia de individuos, en este caso los niños quienes, con su libre
imaginación y el impulso natural que se
activa desde cada uno de ellos, son los que ponen en operación el juego y tratan
de comunicarse entre sí, pero hay algo más: el juego, en ese movimiento
autónomo generado por los jugadores y legitimado por sus reglas, absorbe las
subjetividades presentes allí y cuando los niños se entregan de lleno a
él, pasan a ser
parte de la esencia misma del juego, que en su vaivén y oscilación, se
torna hedónico, integrador, incluyente y
comunitario.
Además, el juego es un disfrute, jugar es muy
placentero, los niños no se sienten forzados y experimentan el juego como una
descarga emocional y una liberación y es esto precisamente lo que les permite
entregarse de lleno a él. El juego logra liberar al niño de la
subjetividad dentro de ese espacio lúdico que hemos creado y en ese tiempo
limitado que es el tiempo del juego: un presente vivo, compartido y pleno de
sentido.
Es ésta la
fascinación que ejerce el juego en los niños y por ello les gusta tanto porque
pueden sentir el presente de una manera singular y plena, en ese espacio lúdico
y en ese tiempo específico en que transcurre el juego, se obtiene un momento de
plenitud, regocijo, espiritualidad y libertad de ser. De allí que las
sociedades hedónicas hayan identificado al juego con el rito, la celebración o
el culto. La diferencia estriba en sus fines: por su autonomía y carácter
“cerrado”, los fines del juego son inmediatos, están más acá, son
inmanentes, mientras que para las
celebraciones rituales, el culto y las religiones, los fines son trascendentes, últimos y se rigen por las
creencias y la fe, donde se aspira alcanzar un “más allá” con carácter de
universalidad. Por el contrario, el juego sucede en un espacio cerrado y en un
tiempo limitado, lo que lo hace autónomo, intrínseco, no es metafísico y sin embargo, le permite a los niños una permanencia
temporal lúdica, un reducto en el que
pueden sentir una posibilidad de estancia plena, un instante en el que se
vinculan con su esencia para llegar a
crear, a partir de las realidades circundantes, en este caso el mapa de la
ciudad, sus propios mundos imaginarios.
Gerardo León Naranjo
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